En la capital de Estados Unidos, las iglesias se convierten en espacios de esperanza y apoyo para miles de inmigrantes que enfrentan la incertidumbre de las redadas y la amenaza de deportación. A pesar del clima de miedo, muchas comunidades se aferran a la fe y a la conexión con sus hermanos en la fe.
Diez minutos antes de que empiece la misa de las 07:00 de la tarde, las primeras filas de bancos ya están llenas. La mayoría son familias con niños y algunos hombres solos. Nadie se quita el abrigo. Las paredes altas y las cúpulas abombadas retienen el frío de una semana marcada por las temperaturas bajo cero en la capital de Estados Unidos. De la treintena de personas que hay, casi todos son latinos.
No han pasado ni cinco horas desde que el presidente Donald Trump autorizó las redadas en escuelas e iglesias. La noticia no ha achantado a Luis y Miguel (nombres ficticios) que, a pesar de no tener papeles, han decidido venir este martes a misa. La ceremonia se oficia en castellano y hoy está dedicada a santa Inés. El cura, un hombre negro con marcado acento portugués, lee los pasajes sobre Jesús como maestro de la ley. En un momento de la plegaria, el párroco se permite hacer un apunte: “Sé que hay gente que hace leyes que dicen que algunos de ustedes son criminales, pero no es verdad. Solo Jesús es el que hace la ley y juzga. Estén tranquilos”. Horas antes, en la catedral de Washington, se vivía una escena similar. La obispa episcopaliana Mariann Edgar Budde le pedía a Trump tener “misericordia” con “los gais, lesbianas y niños transgénero” y le recordó que “la gran mayoría de los inmigrantes no son criminales”. Antes de venir a la iglesia, Luis ya había visto las noticias de las redadas. Es uno de los 11 millones de personas sin papeles que se calcula que hay en EEUU y que el nuevo presidente quiere deportar. Lleva cuatro años viviendo en Washington y no es la primera vez que siente en la nuca el aliento de los agentes de inmigración. “A mí ya me deportó Obama, no pienso dejar de hacer mi vida”, responde el hombre, que se resiste a sucumbir a la campaña de miedo puesta en marcha contra la comunidad migrante. Tampoco puede permitírselo. De él dependen su madre diabética y su hermano, que está en silla de ruedas. “Seguiré yendo a la obra y confío en que dios me proteja”. Los 'amigos y hermanos' de la iglesia Cuando Luis dejó por primera vez Guatemala y llegó a Estados Unidos tan solo era un “chamaquito” de 15 años. Ya entonces viajó desde la frontera hasta Washington DC, sabiendo poco inglés y teniendo a miles de kilómetros de distancia a sus padres y hermanos. No conocía a nadie. “Decidí empezar a venir porque sabía que esta era una iglesia católica y porque quería pedirle a dios que me ayudara. Allí empecé a conocer a todos mis amigos y hermanos. Me ayudaron con todo, especialmente cuando más tarde me deportaron”. Una mañana, los agentes del ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas) se presentaron en una obra en Maryland dónde él y otras ocho personas sin papeles estaban trabajando. “El capataz intentó ayudarnos, pero fue demasiado tarde. Los demás eran mexicanos y yo el único guatemalteco. El agente se me acercó, me pidió los papeles y yo le dije que no tenía. Pasé los siguientes seis meses en un centro de detención para migrantes hasta que me vio el juez”. Después de comparecer ante el juez de inmigración, Luis decidió pagarse el vuelo para volver a Guatemala. “Me dieron 24 horas para abandonar el país y quería evitarme el lío legal que implica que te deporten ellos”. Fue entonces cuando los amigos que había hecho en la iglesia lo llamaron ofreciéndole dinero y ayuda. “Durante un tiempo, también me enviaron dinero a Guatemala para ayudarme a mí y a mi familia”. Antes de lograr volver a entrar a Estados Unidos, Luis hizo un intento fallido. Cruzó por la frontera de Arizona, en Sonora, pero fue interceptado por la Patrulla Fronteriza. Acabó regresando a Guatemala y, cuando llegó la pandemia de la COVID, decidió volver a intentarlo. “Era el momento. Crucé el Río Bravo y pasé por Texas, fue mucho más fácil. Supongo que era por el virus, pero había menos control”. En Texas se subió a una camioneta cargada de gente y el 'coyote' los llevó hasta Washington. “En total, me costó 18.000 dólares cruzar. Aún estoy pagando la deuda”. Volvió a encontrarse con su comunidad y volvió a venir a la iglesia. Cada día. “Entre semana no somos tantos, pero si vienes un sábado vas a ver que después de la misa realizamos sesiones de grupo para superar las recaídas y descargar la pena”. A Luis lo han ayudado mucho en los últimos meses, desde que uno de sus hermanos murió. “Ahora mismo toda mi familia depende de mí. Mi papá ya hace tiempo murió. No puedo fallarles”. Los ojos del hombre se humedecen: “De verdad que aquí hay muy buena gente y uno se siente menos solo cuando habla con los demás. No pienso dejar que me quiten esto también”. Para muchos de los migrantes que llegan a Estados Unidos las iglesias son de los primeros puntos de referencia a los que acuden para crear comunidad. Algunas también ofrecen comida y ropa. Más allá de la fe, estos lugares sirven de pretexto para establecer vínculos de apoyo y son un espacio segur
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