Liam Neeson, con sus películas de justicieros a lo Charles Bronson, ha vuelto a poner de moda un género que reaparece cada vez que la ciudadanía desconfía de las instituciones.
En este sale el actor, pero no es requisito indispensable: desde el éxito en 2008 de, en donde interpretaba a un padre que recorría todo París a mamporros para rescatar a su hija secuestrada, las cintas de Liam Neeson se han convertido en un subgénero en sí mismo y a veces las protagoniza otra persona.
Estas fantasías calaron en la sociedad estadounidense porque apelaban a nociones tan integradas en su cultura como la posesión de armas, el individualismo o la defensa propia. La figura del justiciero floreció porque, aunque con métodos cuestionables, conseguía lo que más les importa a los yanquis: resultados. Un “quita que tú no sabes” exacerbado.
La parábola nacional de Goetz demostró que los Bronson y los Batman debían quedarse en la pantalla. La venganza, oficialmente, pasó de moda aquella Navidad de 1984 y se mantuvo obsoleta durante toda la década de los noventa.
No es que las nuevas películas de justicieros simbolicen una desconfianza hacia las instituciones, es que a menudo ellas son las villanas directamente: gobiernos insensibles, agencias estatales sin escrúpulos o jueces y policías corruptos. Las “películas de Liam Neeson” no apelan tanto a estadísticas concretas como a sensaciones extendidas de que aquellos con poder nunca son de fiar. Mientras haya políticos ineptos, habrá películas de Liam Neeson.