Si hubo algo benedictino fue la sutileza de ser menos amado que Juan Pablo II pero romper marcas en audiencias y libros vendidos, ser considerado oscurantista y abrir los archivos secretos vaticanos, ser visto como retrógrado y a la vez conversar con Küng
en el mundo contemporáneo, a Benedicto XVI se le ha considerado epígono de ese genio germánico que alumbró a Kant o a Lessing, pero quizá resulte más ajustado preguntarse si en su obra y su vida no se reproduce algo de mayor hondura: aquel encuentro de sensibilidades entre el mundo italiano y el teutón que nos iba a dar a Durero y a Mozart, tantas arquitecturas dieciochescas y barrocas o, más cerca de lo suyo, el vuelo de la teología de Guardini.
A buen seguro, eso es lo propio en un hombre de fe, y Ratzinger iba a dar muestras de su temple antes y después de convertirse en Benedicto. Lo hizo en su juventud, cuando esperaba el veredicto de unas investigaciones teológicas que sus superiores a punto estuvieron de tener por demasiado creativas.